Esto ya
lo he repetido un montón de veces: estamos a la mitad del año y yo siento que
vivo en marzo. Es algo desesperante despertarme y no tener consciencia de cómo
pasan los días, y las semanas, y los meses, y mi madre que da vuelta la página
del almanaque. Un paisaje distinto.
Me mata
en el sentido de que no he hecho nada productivo, mis amigos cumplen años y así
pasamos, de festejos y reuniones chotas que inventamos para mantenernos juntos,
y consolarnos sobre lo imperceptible que es a veces el tiempo.
Me
levanto, desayuno, me cepillo los dientes, me abrigo y salgo a la parada.
Después de cuatro horas vuelvo, y así. Lunes, martes, miércoles, jueves,
viernes, y algunos sábados de mala suerte.
Hay
días que soy un robot, otros ando más blandita y paso todo un viaje contando
cuánto demora el ómnibus en recorrer un kilómetro. Por lo general, 30
segundos.
Quiero ser
algo más que sentir frío o despertar una pierna dormida. Dos por tres me cruzo
pedazos de gentes que andan igual que yo, sin tener mucha idea del misterioso
tiempo que corre rapidísimo, perdidos en asuntos que no interesan y
preguntándose por qué siempre dejan las cosas para último momento. Violetas,
grises, azules, así se identifican esas personas.
Pero no obstante, un día como cualquier otro, vamos caminando
y justo escuchamos esa canción que nos parte los ojos, o recibimos un mensaje
con abrazos, o de repente, el del kiosco al que le compras chicles día por
medio te devuelve un billete que ya tuviste en la mano, y que curiosamente lo
rayaste con tu nombre pensando en dónde iría a parar después de intercambiarlo
por algún producto. Ahí aparece el crack, lo que nos parte al medio y nos
levanta, lo que nos hace mirar más el cielo y enfocar la vista en el grafiti
colorido que nunca vimos. Algo que se quiebra. Me mueve. Y lo agradezco con una sonrisa de cabeza gacha, porque en ese momento siento más cosas que frío o una pierna dormida.